domingo, septiembre 16, 2007

Un adiós a Aquileo Rosas.

Desde Xalapa, Carlos Morales recuerda al extinto historiador y cronista veracruzano, Aquileo Rosas.

Recuerdo una vieja película mexicana con Leticia Perdigón, cuando todavía estaba muy, pero muy encamable, era la época de la secundaria-prepa y un grupúsculo de adolescentes hacían sus pininos en el área editorial y peridística, gracias a los talleres que había en la ESBAO.

Ah, el nombre de la película es: “Anoche soñé contigo”, un buen intento por rescatar al cine mexicano de las garras de las películas de ficheras, pero creo que pasó desapercibida, sin embargo, el título lo recuerdo porque, el personaje principal, un adolescente de nombre Teófilo, conoce a su prima (Leticia Perdigón) y ella le dice Toto –porque a los Teófilos les dicen Totos-

Lo recuerdo porque, cuando apareció “La Banda y sus Rollos” en las páginas de diario El Mundo de Córdoba de Othón Arróniz, poco a poco, al grupo conformado por Miriam Rodríguez Sosa, Marily Delgado Servín, Mario Martell Contreras, Gustavo Ortíz Hernández, Luis Higinio Zurita y Carlos Morales Tapia, se le fue uniendo gente –cordobeses talentosos y de otras latitudes también- como el antropólogo Enrique Aguilar Zapién, Don Rubén Calatayud, Billy Scully, Luis Lozano, los indispensables teatreros cuyos nombres olvido por el momento u omito para no herir susceptibilidades, la siempre grata y ansiada charla de Don Jorge Nemi, un gran, entrañable y carísimo mentor, el tenía entonces la librería universitaria, ahí, junto al museo de Córdoba y claro, Aquileo, que firmaba como: Aquí- Leo.

En realidad se llamaba Teófilo Aquileo Rosas Juárez y le disgustaba sobremanera que le dijéramos “Toto”; pero fue uno de los agregados culturales de la Banda que llegó para quedarse, como la música de 6:20; fue gracias a él que comencé a interesarme en la paleografía y hasta tomé un curso en el defectuoso, para poder leer documentos de los soglos XVII a XVIII, por el hecho de desentrañar el misterio de Los Fundadores de Córdoba que, curiosamente, Aquileo por su parte logró hacer y publicar, antes que yo pero con resultados similares, yo sigo sin publicar el estudio, el tuvo la gloria de hacerlo.

Hablo de él en pasado porque me doy cuenta que, el tiempo no pasa en vano, nos hace sucumbir a sus caprichos e incluso, pienso, se burla de dios, el que sea, de hecho, creo que el único dueño del tiempo es el arcángel Satanail que adoraron los Bogomiles y que por desobediencia le quitaron la partícula “Il”, que le aseguraba su corona, su esplendor y su trono.Toto –Aquí-leo- se fue, me enteré apenas anoche, tiene como quince días y era mi amigo, lo mismo que Tavo, miriambélula, rufis, gigi, mayo…

Todos han hecho ya camino, todos tienen ya responsabilidades diferentes e inherentes a su profesión, creo que sólo yo he permanecido fiel a mi propia consigna: escribir; pero aquí soy egoísta pues, el que murió escribiendo fue Toto.

Un cáncer me dijo Tavo, su familia, muy importante en Chocamán, debió haber sufrido demasiado la pérdida, en mi caso, me conmocionó pues, fueron muchas noches bohemias, muchos libros compartidos, muchos textos publicados individualmente y al alimón, muchas calles, demasiado asfalto y muchas cantinas, demasiadas cervezas…

No sé que decir sobre él salvo que, era (sigue siendo) mi más admirado rival y amigo, pero tuvo que partir, se le acabó el tiempo que le dieron y creo que hizo lo que tenía que hacer, deja, como el pintor de las mujeres soles, los recuerdos a sus amigos, sus textos, sus libros y su entrañable amor por esa ciudad que lo vió nacer aunque nunca fue suya: Córdoba.

Desde éste espacio, vaya mi memoria hasta donde quiera que estes amigo.Esta es mi opinión, este es mi número telefónico: 2281 45 08 05.
Se recibe escombro:
elmastristedelosalquimistas@gmail.com, yahoo.com.mx, Hotmail.com

sábado, septiembre 08, 2007

La alberca

La alberca


Fue imposible regresar a esos días. No pudo concentrarse jamás en el clavado perfecto que lo esperaba bajo el agua, sumergirse tras reclamar porque lo echaban al agua, así tan rápido, y luego mirar, como veinte años habían pasado así en un santiamén, en un chapuzón, con una lista de enfermedades, con varios cambios de religión, con la muerte de de consignas que se volvían reales al salir del agua. Eran esos miedos los que lo volvían de nuevo real, auténtico, visible, corpóreo. Eran los perros que en la casa de junto ladraban mientras ellos nadaban el la alberca. Todo el misterio del mundo estaba ahí. Pero ahora podría mirarlo de nuevo, volver a someterse a ese rito acuático, a ese sentimentalismo, digno de mejores días.

Por eso todo lo que dijera estaba sometido a esas reglas del juego insensatas en las que la alberca se volvía el centro de su universo. Nadaba bajo la lluvia, recuperaba la respiración y volvía a sumergirse como todos los domingos lo había hecho sin cesar, sintiéndose cansado. Mirando. Sí, mirando. Cómo las hojas de la palmera se movían. Llovería pronto.

No había ya nada que cambiar. Todo había pasado. La lluvia cesó. Bramaba el cielo, chorreaba el agua por las canaletas.

No podía imaginar la vida de otra manera.

Más bien era así; intentar el habla. Luego callar. Guardar silencio. Volver a intentarlo.

No había más piezas en ese día. Era lo mismo de siempre. La bugambilia, la casa la calle cinco. ¿Cómo podía contar sus días? ¿Cómo podía saber si precisamente ahí, bajo ese discurso, bajo esas luces mortecinas, bajo el recorrido podía guarecerse?

Ya no se escuchaba nada. Sólo el ruido de las teclas. ¿Dónde quedó mi máquina de escribir?

No había trazado un plan. No era minucioso. Así como surgían las cosas se evaporaban, surgir, evaporar, surgir, evaporar. ¿Cómo sabía donde iniciaba el día y dónde acababa?

miércoles, septiembre 05, 2007

Pasión por Pitol

Foto Jaime Torreblanca Flores

Fueron algunos momentos de grandeza wagneriana, la Universidad Autónoma de Puebla le abrió las puertas al Premio Cervantes de Literatura, en una cierta puesta en escena pirandelliana, en compañía de la Universidad de las Américas.
En esa circunstancia, Sergio Pitol Deméneghi electrizó el Paraninfo del edificio Carolino.
Bastó su lectura del texto la “Herida del tiempo” para consagrarse a sus lectores, los de una obra paródica, dinamita pura para el caló dominante de la torpe clase política y sus paleros mediáticos, suerte excepcional de itinerario de viaje, congregación de vetas insospechadas del lenguaje, exploración de tramas lúdicas, pero también atisbos y guiños imantados por la literatura eslava, por uno que otro Henry James, por la Piazza del Popolo, por sus raíces italianas, por el Ojo de Agua del río Atoyac, escondite de un misterio indecible para el narrador.
Pitol sonrió un par de veces ante los panegíricos de sus presentadores, altavoces de una narratología obsesiva de los lugares comunes.
El novelista no supo domar el instinto elogioso de sus comentaristas, que se tornaron groupies insaciables de una literatura que no da complacencia para el elogio facilón y la cita inmisericorde.
Algunos estudiantes abandonaron el Paraninfo ante la voz pasmosa de Pitol, ante sus extravíos en su lectura, ante su dificultad para pronunciar algunas palabras, pero hubo otros que resistieron a toda costa esa clara tendencia al snobismo.
Con paciencia y humildad, Pitol Deméneghi escuchó la onerosa apología de sus noveles lectores, como si se tratara de personajes, protopersonajes o arquetipos de algún portal de la ciudad de Córdoba, de alguna cena con embajadores o de algún encuentro de promotores del realismo socialista.



La vicerrectora de Extensión Cultural de la UAP, la bióloga Lili Cedillo, observaba el texto del escritor y trataba de escudriñarlo como si se tratara de un antiquísimo manuscrito copto.
Pero Cedillo se doblegó ante la ausencia de un Pequeño Larousse Ilustrado. Síntoma evidente: cabeceó un par de veces lo que subrayó la intuición generalizada de que los funcionarios de la UAP desdeñan a priori cualquier esfuerzo intelectual.
Pitol saludó efusivamente a su paisano, el novelista y hablante del veneto, Eduardo Montagner.
Al Paraninfo del alma mater estatal asistieron lo mismo misioneros del evangelio del Crack, poetas, narradores en ciernes, funcionarios de la “Burbuja Agüerista”, y quienes le apuestan a un atajo en su ardua carrera literaria gracias al título de acólitos por una tarde del Premio Cervantes de Literatura.
Bastó que el novelista se sintiera hechizado por los universitarios para que venciera el cansancio, la falta de coordinación entre lo leído y lo pronunciado —más que la terrible e intensa fugacidad del tiempo— metáfora dignísima de la siempre imprecisión entre lo deseado y lo dicho; la asimetría conceptual entre la Puebla Preciosa —por instantes desahuciado en su sector letrado— y la Imago Mundi del novelista.
Esta vez no hubo acarreados. A la UAP no le dieron ningún premio pero los universitarios hicieron fila para que Pitol les dedicara una fotografía, “El vals Mefisto” o El arte de la fuga.



Pitol es sordo del oído derecho. Sergio Pitol no se arredra ante los elogios cómodos de sus exegetas, tan sólo asiente ante los aplausos.
Por segundos sus anfitriones, como si se tratara de algún evento del PRI, quisieron cortarlo.
Pitol resistió, tomó fuerza, y energetizado, como si se hubiera tragado un Red Bull o hubiera danzado alrededor de una hoguera donde se quemara toda la literatura chatarra, prefirió continuar con la lectura de su texto, le dedicó a sus lectores autógrafos generosos, respondió las preguntas de periodistas intrépidos y sagaces, y cuando se cansó dijo: “Ya, hasta aquí”.
El periplo del novelista culminó por la noche en el comedor de la Universidad de las Américas Puebla, coorganizadora del evento, donde Pitol cenó —engalanado un menú que incluyó crema de Salmón— con los escritores Gabriel Wolfson, Jaime Mesa y Eduardo Montagner; la doctora Alma Corona, así como los organizadores del evento, entre ellos el alumno de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Puebla, Alfredo Godínez.



De la herida del tiempo
En la primavera de 1966 estuve unos días en Italia. Al pasar frente a la librería la encontré cerrada, es más, inexistente. Habían desaparecido las vitrinas a ambos lados de la puerta que mostraban día y noche las últimas novedades editoriales. El rótulo con el nombre de la librería había desaparecido. Sentí la herida del tiempo, su malignidad, con una intensidad terrible. Aquella desaparición era un modo de castigar la inmensa felicidad del joven que un día apareció por allí, hurgó un poco en las estanterías y salió a la calle con Orlando furioso, bajo el brazo.”

hola

Hola. Vamos a hablar del cuadro de oposición.