jueves, junio 03, 2004

Pero a pesar de todo lo otro se desvanece. Se disemina. A veces, se piensa que es inatrapable mucho más sutil que la velocidad con la que las nubes dibujan —eso sí lo hacen en una estructura flexible que a primer vista el ojo busca colocarle un orden, imponerle una retícula una dignidad que lo haga comprensible, usable o hermoso— algo que está más allá de lo cotidiano.
Y siempre repetía esta idea. Siempre regresaba una y otra vez a la incapacidad por enfrentarse a las cosas por decir esto es azul o verde o morado. Por decir. Sí aquí estoy. Si aquí estoy listo para ser mutilado porque quizás no hay ya otro sitio al cual mirar.
Pero de esto. De esto y no de ninguna otra cosa había un sentido. Recordaba lo que había sucedido, como había enloquecido en medio de la nada dejándose atrapar y caer en un vértigo: celos, pasión, deseo de poseerla toda y aquello que sucedía. Decidió levantarse. Miró hacia el frente…
—ya va a llover—
—Sí ya está lloviendo.
Volvía una y otra vez. Dos y tres veces al mismo sitio. Pero nunca podía desinstalarse.
La lluvia apretó. Sonó el timbre del teléfono. Hoy llovía temprano podía llenarse el olfato de los sabores múltiples de la lluvia. De su frondosidad gris. De su magnitud de magnolia, de su ritmo displicente, seco y por paradoja recurrente como el latido del mundo.
Ahí era donde el mundo se descubría..
—Siento interrumpirla…
La conversación fluyó pero una llamada telefónica la detuvo. Era como la lluvia que se había detenido un instante y luego había regresado con mayor fuerza con una furia rítmica. Y ante eso había poco qué hacer.
Fingió que lo había dicho todo.
Y no se despidió, quedó anulado por la falta de interés que demostró.
Ahora disminuía el peso de la lluvia, su seco peso, su bota fría y cálida impactaba los geranios del jardín, las hendiduras acanaladas de la lámina, abotagaba el seco fluir de los cauces de los ríos. Y había poco qué decir al respecto. Más valía sentarse en una orilla y recuperar ese ritmo mundano, metódico a su estilo, infantil, esa danza humeante de chispidos que cuando apretaba lo hacía con las dentelladas del relámpago.
Y aquí podía seguir diciéndolo. Podía seguir lloviendo. Inundando todo la pantalla de palabras, no, no eran simples y viles palabras sacadas de algún foso fangoso del decir, tampoco eran esos platos rotos que podía recoger cada vez que la miraba —en esa distancia suya tan propia, en esa, como así decirlo divinidad de lo inatrapable, de lo humanamente inatrapable como la ronda de niños alrededor de una fontana aérea o como el casco del motociclista muerto que le entrega el médico a la esposa en el críptico silencio de una mirada.
Pero poco a poco había que dejarse de abstracciones, de huídas a ese paramundo chulo de la escritura, de ese cobertor formidable que era apretar las teclas y demostrar que la lluvia operaba como sistema axiomático, que llovía porque anoche no había podido dormir bien y el sábado pasado, ahí el cielo reventó, un golpe seco, pulido como la obsidiana rasgó el silencio (la conformidad silenciosa del día había sido derrotada) (ahí había que estar para caer al fondo del abismo) ( no había ninguna ruta todo había sido marcado por el rechazo), irrumpió dulcemente como una piedra en el zapato, cimbró el instante, y luego la docilidad de la escritura, ese escape del facilismo, esa fuga que le recorría la piel y lo dejaba de poca pieza.

A pocos centímetros de ahí estaba ella. Pero eran kilómetros y siglos los que los separaban: era un código infinitamente distinto, que de tanta diferencia parecía seguir siendo idéntico, pero inmediatamente supo qué no había nada qué hacer.

hola

Hola. Vamos a hablar del cuadro de oposición.