Había regresado a ese lugar de sombras. Ahí donde las luces habían dejado de alumbrar desde hace algunos años. Ahora, sólo sentía ese calor seco. Todo se rendía al polvo. Se perdía entre los retazos de memoria; entre esos girones de recuerdos que lo apresaban. Por cada calle en donde caminaba el escritor emergían otros momentos ya vividos. Era como si se volviera consciente del tiempo. De ese tiempo que sólo había sido presente y una larga espera hacia el futuro. Ahora podía respirar y hallar en esos edificios, en esas casonas, en las calles, ahí, en el parque donde habrían algunos árboles que habían sido cortados y reemplazados por palmeras, algún indicio de que eso otro se había disipado. Era una neblina que se fugaba.
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No era también ese momento algo fugaz que se volvería a escapar de nueva cuenta y del que ya no tendía memoria. Pero también había algo de confortante en ese desaparecer, en ese dejarse ir, en ese reconocer la fragilidad y el adiós de las cosas, y que no habría nada a que aferrarse, a someterse a ese destino natural, a esa estructura originaria.
Ahí había estado un árbol. Ahí había estado una banca. Ahora todo se iba. No quedaba más que un vaho, algo ensimismado, de esa errancia, de ese naufragar. Eso estaba ahí.